Por P. Modesto Lule msp
padremodestomsp@gmail.com
En mi visita al hospital general me encontré con un nuevo paciente. Su figura no era diferente de los demás; más aún, era simpático y alegre. Aunque su problema era grave, él no sufría en lo más mínimo.
Cuando llegué, la trabajadora social me mandó hablar para darme a conocer el expediente de Alejandro. Hacia doce meses que se había accidentado en una motocicleta. De milagro estaba vivo. Ahora se acercaba el día de darlo de alta. El problema era que había perdido la memoria.
El
traslado de Alejandro a ese hospital se debió a la carencia económica por la
que pasaban sus familiares. Nuestro deber era ayudarles. Con el expediente en
mano, me vi obligado a tener una responsabilidad más estrecha con este
paciente. Lo primero que teníamos que hacer con Alejandro era ayudarlo a
recordar quién era hasta antes del accidente. Nuestro primer día fue de
presentación. Se dio un trato directo y una confianza mutua. El tiempo pasó y
no encontrábamos respuesta alguna en los estantes de su pasado. ¿Quién era él?
¿Quién era Alejandro Ruiz González? Durante su recuperación física nos dimos
tiempo para salir de los territorios del inmueble. Los siguientes días fueron
impactantes.
En cierta ocasión, caminando por el centro de la ciudad, nos topamos con un grupo de jóvenes que vestían todos de negro y sus rostros eran pálidos, cual color de cera. Alejandro me preguntó:
–
¿Quiénes son? –Son los «darks», le dije.
–
¿En qué piensan? Preguntó nuevamente. –En nada, le contesté. Todo
está acabado para ellos. No hay esperanza en la vida. Por eso se visten de
negro. –¿Qué es la esperanza? Me volvió a preguntar. –Es
la certeza de que algo mejor vendrá, le dije sin titubeos, pues quería que
eso fuera parte de su vida. Y así fue, Alejandro no tuvo que reflexionar mucho
para comprender esa palabra. Inmediatamente me dijo: –Yo creo que
siempre vendrán tiempos mejores. Mi vida tiene esperanza.
Caminamos
por otras calles buscando algo que hiciera a Alejandro recordar su pasado,
hasta que por fin se nos acercaron unos niños completamente sucios. En una de
sus manos traían una bolsa con algo amarillo. Muy sonrientes nos pidieron una
moneda. Se las dimos y se retiraron. Con ellos andaban otros jóvenes en las
mismas condiciones. Alejandro me miró como preparándome para la pregunta
obligatoria: – ¿Yo hacía lo mismo antes? Mi respuesta fue
tajante. –No. Le hice ver que su físico no tenía los desgastes
provocados por la drogadicción. Al respecto tuve que hacerle ver cómo se
destruyen la vida los que caen en sus redes. –Pero ¿por qué lo hacen? Me
interrumpió Alejandro. Traté de ser claro con él y le dije que la sociedad nos
propone estilos de vida, y hace caer a algunos en esa situación. El desempleo,
la corrupción, la pobreza, la explotación, la violencia y la avaricia dominan
ciertos sectores de la sociedad en los que gana el más fuerte. Y hay algunos
que no tienen fuerzas ni para defenderse, y prefieren evadir los problemas. –La
droga es lo único que los hace sentirse dueños de sí mismos y de su vida–, le
dije con pena. Alejandro no pudo dormir ese día, y al día siguiente me seguía
preguntando sobre aquellos indigentes. Fue algo difícil para él, siendo así que
no se le olvidó su pregunta inicial. ¿Quién era él?
En otra ocasión nos tocó encontrarnos con una manifestación estudiantil. Eran muchos jóvenes, hombres y mujeres. Hasta nosotros se acercaron algunos de ellos para pintar algunas insignias con pintura de aerosol. Venían ataviados con ropas andrajosas y descosidas, y con peinados que eran un verdadero festín para los colores del arco iris. Alejandro no aguantó más y me pidió que nos retiráramos de ese lugar. Su mente era un mar de preguntas: ¿Por qué la violencia?, ¿por qué su diferente forma de vestir? Cuando hubo tiempo de platicar, le expliqué que en la etapa de transición de adolescente a joven se dan muchos cambios de personalidad, y que el adolescente sueña siempre con encontrar una con la que se sienta a gusto. Pero mientras la encuentra, busca de mil maneras llamar la atención, a veces poniendo en peligro los grandes valores de la vida.
Al
darse cuenta de la infinidad de personas que vagan por el mundo sin identidad,
por fin el pesimismo puso a Alejandro ante una prueba de fuego. Un buen día,
llevó sus manos a la cabeza como señal de incomprensión. No tenía ninguna luz para
descubrir cuál era su identidad, y pensó que ésta se le escapaba de las manos.
Ese día lloró largamente su desdicha. Pero me decidí y resueltamente me propuse
confesarle la verdad. Le dije: «Ahora, mejor que nunca, estás de frente
a tu realidad. Voy a revelarte tu identidad. Tú eres un extranjero que está de
paso en este mundo, no eres de aquí, y no debes dar lugar a los deseos humanos
que luchan contra el alma (cf. 1 P 2, 11). Nosotros somos de Dios, porque todo
el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (cf. 1 Jn 4, 5; Col 3, 12-14). Tú
eres su hijo, y debes vivir en la justicia, en la paz y en la alegría (cf. Rm
14, 17).
La
mentira y el odio deben de ser arrancados de tu corazón, porque cada uno de
nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios (cf. Rm 14, 12)». Alejandro me miraba muy
atento, con los ojos bien abiertos y casi conteniendo la respiración. Proseguí: «Cuando
tengas alguna duda pide consejo a las personas prudentes (cf. Tb 4, 18).
Somételo todo a prueba y quédate con lo bueno (cf. 1Tes 5, 21). Anima
igualmente a los jóvenes a ser juiciosos en todo; hazlo con toda pureza y
dignidad. Así sentirá vergüenza cualquiera que se te ponga en contra,
pues no podrá decir nada malo de ti (cf. Ti 2, 6-8). Por último te pido
que no te avergüences de dar buen testimonio a favor de Dios, ya que Él, a su
debido tiempo, te premiará (cf. 2 Tim 1, 8)». Y a partir de ese
momento, Alejandro comprendió que, en realidad, eran otros los que habían perdido
el sentido de su vida, su identidad más profunda.
Hasta
la próxima.
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