Cuando los sueños se convierten en pesadillas
Por P. Modesto Lule msp
padremodestomsp@gmail.com
Lo conocí postrado en cama, soñando con el futuro. Ricardo lloraba, nunca supe si era por el dolor de sus heridas o por recordar su pasado.
Ricardo estaba demacrado, su vista se perdía, como ensimismado en su mundo.
Le pedí que me contara su vida. No me respondía, simplemente miraba por la ventana como queriendo buscar algo que se le había perdido. Al fin comenzó a hablar y me dijo: «cuando era niño yo quería tener muchos carros como los que pasaban por la carretera de mi pueblo. Ese era mi más grande sueño. Cuando crecí me di cuenta de que se necesitaba dinero para comprarlos. Yo no fui a la escuela, el motivo: la falta de recursos. Mi sueño más grande fue, entonces, tener dinero. Un día llegó la oportunidad de irme para el norte. Me fui con mi primo y otros amigos. Cuando cruzamos la frontera le pagamos al coyote mil quinientos dólares cada uno. Mi primo me pagó todo. Llegamos a vivir a la casa de un señor que conocían los otros que nos acompañaban. Nos quedábamos en un cuarto todos juntos. En total éramos diecisiete. Todos consiguieron trabajo, menos yo. La situación me obligó a salir a juntar botes de lata para sacar algo de dinero. Los sueños de comprar una camioneta se me desvanecían pues la renta era muy cara y además tenía que pagar la luz y el gas. Con el paso de los años aprendí a ganar dinero fácil: vendía droga, y eso me alcanzó para cambiarme de casa. Cuando me salí de aquel lugar comencé a vivir con otros camaradas, de los que conocía en mi trabajo. Les platiqué de mis sueños y se burlaron de mí: «Con qué poco te conformas», me dijo uno de ellos. Me regalaron una camioneta entre todos para hacer mis entregas. Con el tiempo mis sueños cambiaron. Ahora quería ser un «loverman» y tener muchas mujeres. En el ambiente en que me encontraba no me fue difícil alcanzar mi nueva meta. Los años trascurrieron y el tiempo de regresar a mi terruño se acercaba. Cuando volví a casa, mi madre salió a verme. Yo me quedé parado a un lado de mi camioneta con un cigarro en la mano. No quiso caminar más. Sería porque me había pintado el pelo y porque traía aretes en mis orejas. Mi padre iba llegando y al verme dijo que yo no era su hijo. Eso me molestó en lo más hondo. Me subí a la camioneta y manejé como loco. Ya no supe que pasó. Ahora tengo más sueños y espero salir pronto de aquí para poder realizarlos.» No lo dudo, le dije, y después de platicar algunas cosas más me aparté de ese lugar. Ricardo no podía moverse, rodeado de sondas, cubierto de vendas. Lo que él no sabía es que, después de subirse en la camioneta y como consecuencia del accidente que había tenido, había perdido sus dos piernas y un brazo. Ni siquiera sospechaba su triste estado. Constantemente se presentan un manantial de sueños destilados en la mente de casi todos los humanos, pero muchos no pasan de ser simplemente ideas. Algunos optan por llamarlos propósitos. Todos, en algún momento nos proponemos cumplir esos sueños tan deseados.
Los sueños deben buscarse, siempre y cuando estos estén inspirados por Dios. Ser joven es ser dinámico, optimista, es ser capaz de levantarse de los desalientos y de las tristezas. La juventud no se mide en años, se mide según las actitudes. Los sueños en Dios no son efímeros, son realidades. Éstos se cristalizan en actos concretos. Con Él podrás escalar las alturas de lo imposible y triunfar ante las adversidades. Tienes pues otro nuevo y sublime propósito: ser mejor y diferente ante los ojos de Dios y ante la mirada de los incrédulos. No decaigas en tu deseo de fundar los sueños en Jesús, porque sólo Él los hace realidad.
Hasta la próxima.
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