Por Modesto Lule MSP
El payaso «Arlequín» terminaba de ponerse el maquillaje. Se puso
la última capa de talco para afianzar mejor la pintura. Llegó el momento de
ponerse la nariz y la peluca. Se miró en el espejo y lanzó un beso haciendo un
gesto de aprobación ante su semblante. Se dijo: « ¡Ya estoy listo!, ahora a
trabajar».
Salió
de su camerino, que había improvisado en un cuarto de su casa, y se dirigió
rumbo a la casa hogar, como hacía cada mes. Al pasar frente a una dulcería una
niña estiraba el suéter a su mamá para decirle: « ¡Un payaso, un payaso!». En
la cara de la niña se dibujó una gran sonrisa. El payaso la saludo y empezó a
dar brincos de alegría: « ¡Me saludó el payaso! –Le decía a su mamá la niña –
¡me saludó el payaso!».
Los
niños de la casa hogar estallaron de alegría cuando lo vieron llegar. Ese día
el payasito pintó caritas, repartió paletas e hizo figuras con globos. Todos
cantaban y reían con los chistes y bromas que hacía. En las siguientes horas
«Arlequín» se encaminó a una fiesta familiar en el centro de la ciudad. Allí
había niños y adultos, y con gran estilo les contó algunos chistes. Les decía:
«Dicen que había una mujer tan habladora, pero tan habladora, que su esposo
quedó mudo y ella se enteró hasta el tercer día; había un señor tan parrandero,
tan parrandero que cuando llegaba a su casa, su mujer no miraba el reloj sino
el calendario; ¿cuántos chistes de abogados existen? Solamente tres, los demás son historias verdaderas…».
Dicen que era un chiste tan pero tan malo, que le pegaba a los chistes más
pequeños…La maestra en la escuela le dice a un alumno: - Jaimito, si en esta
mano tengo 8 naranjas y en esta otra 6 naranjas ¿Qué tengo? - Unas manos
enormes, señorita…
Toda
la gente aplaudía el espectáculo de «Arlequín». ¡Por fin había cumplido su
cometido de ese día!, hacer reír a grandes y a chicos.
Por
la noche «Arlequín» se acercó a la parroquia de su comunidad y buscó al
sacerdote que era su amigo y le platicó todas estas cosas. Le confió que, si
era capaz de brindar esa alegría a los demás, era porque su corazón estaba
lleno de amor, su alegría era plena desde que se había acercado a Dios. Antes
de eso solamente sonreía pero no era feliz. Los vicios y la vida de desenfreno
le habían llevado a tocar fondo y conocer la tristeza.
La
alegría siempre ha sido anhelada por los hombres, la buscan por todas partes.
La historia de la humanidad es la larga y penosa aventura de los hombres en
busca de la felicidad. En el instante mismo en que el hombre cree haberla
conquistado, descubre su término, la ve morir entre sus manos y ya sueña con
poseer otra. Pero ¿cómo conseguir la auténtica felicidad? Y, una vez conseguida,
¿qué hacer para nunca perderla? Santo Tomás decía: «la alegría es el resultado
de una vivencia, la manifestación sensible de una situación interior». Y Henri
Bergson afirmaba que «donde hay alegría hay realización».
La
alegría comienza en el momento mismo en que se deja de buscar la felicidad,
para intentar darla a los demás. La alegría florece como resultado de la
entrega, y ésta exige el olvido de uno mismo. Después de todo, la causa de la
tristeza la encontramos en el fondo de un corazón egoísta.
Otro
motivo de tristeza es la falta de fe. Así, cuando Jesús se encuentra con los
discípulos de Emaús, les pregunta: « ¿por qué están tristes? ¿Ya perdieron la
fe, les cuesta creer lo que anunciaron los profetas?» (cf. Lc 24, 25). Los
discípulos de Emaús volvían a su tierra
melancólicos y deprimidos, pues hacía tres días que su Maestro había muerto, en
manos de los romanos. Sólo después del encuentro con el Señor Resucitado,
tienen la capacidad de reaccionar y recuperan el entusiasmo. Y Jesús, mientras
los acompaña por el camino y les habla va restituyéndoles el ánimo y la
esperanza, les devuelve la alegría. El corazón comienza a arder en su pecho y
no queriendo perder esa alegría le suplican al Señor: «quédate con nosotros».
El Señor se les da a conocer como resucitado, y es tal el júbilo que se apodera
de ellos que retornan corriendo hacia Jerusalén para comunicárselo a los
Apóstoles (cf. Lc 24, 13-34).
La
alegría en Dios no se compara con la alegría humana. Las alegrías humanas van
despidiéndose con un gesto nostálgico y nos dejan el anhelo del tiempo que pasa
y no vuelve. Esas alegrías humanas son pasajeras, atractivas y, en esa misma
medida, decepcionantes. ¡Si supiéramos que las peores frustraciones en la vida
del hombre, son las falsas alegrías! Ya lo dice el salmo: «Tú alegras mucho más mi corazón que cuando ellos se sienten rebosantes
de tanto trigo y vino cosechados» (Sal 4, 8).
Y
esta alegría auténtica se demuestra en el servicio a los demás. Ya lo dice
Jesús: «Hay más alegría en dar que en recibir». Por eso, siempre que puedas,
ofrece una sonrisa a los demás: «No cuesta nada, pero crea mucho, enriquece a
quienes la reciben, sin empobrecer a quienes la dan; nadie es tan rico que
pueda pasarse sin ella y nadie tan pobre que no pueda enriquecerse por sus
beneficios; porque nadie necesita tanto una sonrisa como aquél a quien ya no le
queda ninguna que dar».
La
alegría es un don, pero hay que pedírselo a Dios. Si te acercas a Dios, estás
garantizando una vida alegre
Hasta
la próxima.
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